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bajo rodeado de preciosas colinas y donde el pasto es abundante; unos pozos de agua, aunque algo salobre, nos han invitado a hacerlo aquí, después de haber buscado en otros puntos parecidos, un rincón donde los mosquitos no fueran tan numerosos. Antes de entrarse totalmente el sol, obtenemos, con el revólver, un hermoso guanaco que se había empecinado en vigilar nuestros movimientos; es destinado para servir de provisión fresca en la isla Pavón.

El cielo vuelve a presentar la misma apariencia sospechosa que en la tarde de ayer y gruesas nubes se amontonan sobre nuestro profundo vivac, por lo que, inmediatamente después de asegurar los caballos, de manera que los pumas, los zorros o los mosquitos, que abundan aquí, no los hagan alejar y nos dejen a pie, tomamos serias disposiciones para la noche. Cada uno elige una mata de incienso, la despoja de alguna de sus ramas inferiores y de las espinas del suelo, y tiende su recado sobre las pequeñas piedras; dejamos los quillangos amarrados a las ramas del espinoso arbusto para que en caso de lluvia sirvan de carpas.

Este es el último día del año de 1876, y lo festejamos dignamente con un magnífico asado de guanaco y un buen jarro de té indígena, hecho con hojas de la olorosa Verónica elliptica. Después de combinar el plan de campaña para mañana, cada uno se retira a su dormitorio.

Raros son los días, de esta clase, que he pasado lejos de las personas que quiero. Mis pocos años han transcurrido en el seno de la familia, hasta que mis inclinaciones me han alejado de ese centro, y lejos, en estas soledades australes, acaricio recuerdos.

Me aparto del campamento. El espíritu sibarita y hasta el poco movimiento que se nota aquí me molesta.