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distinguir nada, pronto aparecen definidos sus suaves contornos. ¡Qué interesante monumento natural! Esa obscuridad es fecunda; una hermosa tapicería cubre sus paredes, donde las mareas dejan diariamente señales de sus caricias, y en las que depositan la vida que traen, en finísimas cintas de colores que varían del verde al azul morado. Todo tiene el vello del terciopelo, barniz viviente, producto de animalículos microscópicos o pequeñas plantas.

Volvemos a subir la barranca y almorzamos unos fragmentos de un guanaco que García ha boleado esta mañana y nos dividimos un huevo de avestruz que hemos salvado de las mandíbulas de los zorros.

Algunos cuchillos de piedra y gran número de Patellas destruídas indican que este paraje ha sido también en tiempos anteriores, paradero temporario de indios, cuando los manantiales vecinos no se habían agotado. Nosotros, para nuestro almuerzo tenemos que contentarnos con el agua que se ha depositado en una pequeña cavidad hecha por los guanacos al revolcarse. De esta agua tienen que beber, antes que nosotros, los caballos, quienes no lo hubieran hecho después de enturbiada, lo que es casi imposible, a no convertirla en barro. Tres calderas o tres litros, es todo lo que conseguimos para el mate y el té.

A la tarde retrocedemos y pasamos inmediatos al fogón que ha dejado la guardia puesta por los chilenos, para cuidar lo que ha quedado abandonado aquí, después del apresamiento de la «Jeanne Amélie». El camino que seguimos, es mucho más fácil y más agreste que el que hemos traído esta mañana; los cerros son algo más elevados, sus flancos unas veces más desnudos, salvajes, otras más verdosos, proporcionan interesantes contrastes, y las sombras de la tarde que llegan y que van cubriendo las cañadas les dan un aspecto más característico de soledad. Acampamos en un pequeño