Niño aún, la lectura de las aventuras de Marco Polo, de Simbad el Marino, de las relaciones de los misioneros de la China y del Japón, publicadas en los Anales de Propaganda Fide, hecha en alta voz en el refectorio del colegio, despertó en mí un vivo deseo de correr tierras. Y, más que todo, los cortos extractos que los diarios de entonces publicaban de los viajes y exploraciones de Livingstone, y de las expediciones enviadas en busca de Franklin, perdido entre los hielos del Norte, ejercieron en mi cerebro predispuesto un efecto singular e inexplicable y suscitaron en mi alma, un sentimiento de profunda admiración por esos mártires de la ciencia, y un vivo anhelo de seguir, en esfera más modesta, el ejemplo de tan atrevidas empresas.
Nuevas lecturas despertaron en mí afición por la Historia Natural, e influyeron a que me decidiera a formar un «Museo». El camino de Palermo fué puesto a contribución los días domingo, procurándome abundante acopio de cornalinas y jaspes mientras los empedrados de las calles suministraban magníficos ejemplares de otras rocas.
Algunas personas se dignaron aumentar la colección con los donativos siguientes, que consideraba adquisiciones importantísimas: dos vértebras caudales, fracturadas, de un Glyptodon; tres placas de la coraza del mismo animal; algunos insectos del Paraguay; un arco con seis flechas, arma de los indios del Chaco, y un famoso «Idolo de una pagoda China» figurón bautizado así por nos-