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enfurecido y presencia el conmovedor espectáculo de la lucha del hombre, contra los grandes elementos de la naturaleza, que trata de dominar.

Creo que nada puede infundir mayor entusiasmo ni más valor, que la vida de mar; esta es la lucha continua que proporciona confianza en sí mismo; que obliga al hombre a reconcentrarse y a buscar en sus fuerzas los medios de continuarla.

La marea ha bajado; las olas ya no cubren la playa; esta nos muestra las aristas de piedra, contra las que momentos antes, se estrellaron las aguas; podemos cruzarla sin peligro. Sólo nuestros caballos oponen alguna resistencia, alarmados por el sordo rugido del océano, que al alejarse, se encabrita frente a la muralla del peñón. Llegamos a su pie, que ha sido ya rodeado por bandadas de pequeñas Sternas que vienen a buscar los despojos que el Atlántico les ha abandonado.

La isla es un fragmento de meseta que se ha separado del continente por la lenta acción de las aguas modernas, que destruyen lo que las pasadas formaron. Fué en otro tiempo un prolongado cabo, que se internaba atrevido y que combatió rudamente, durante siglos; pero como nada resiste a la ley que quiere que todo, por más inerte que aparezca, no permanezca inactivo.

Algunos escalones, tallados con atrevimiento en la roca endurecida, y algunos fragmentos de cuerdas que cuelgan de la cima, permiten llegar hasta la llana superficie del islote, que se eleva a cerca de cien pies sobre la playa. Llegados allí, encontramos una plaza de quince mil metros cuadrados, más o menos, que es todo lo que constituye aquel paraje renombrado. Muchas bolsas llenas de huano y apiladas, barriles, armas, carpas y una habitación construida con maderas y que contiene abundantes víveres, se encuentran abandonadas desde el día del atentado. La isla sólo está habita-