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mismo mar, cuya calma es hoy tan grande como su agitación en el día de que me voy a ocupar, guarda en sus abismos marinos amigos, argentinos. Durante el gran temporal que en los primeros días de noviembre de 1874, se desencadenó en estas costas, llegando sus fuerzas hasta ocasionar grandes destrozos en la bahía de Montevideo, sucumbió, quizás a la vista del paraje, desde donde lo recuerdo, el comandante de la marina argentina Guillermo Lawrence, con toda la tripulación de un pequeño pailebot, en el cual se había lanzado al mar. Días antes, nos habíamos despedido contentos en la Bahía Santa Cruz, dándonos cita para el Río Negro. El día 2 de noviembre, al principio del huracán, avistamos desde el «Rosales», en el océano, el pequeño barco, y desde entonces no hemos vuelto a saber más de él, ni de los amigos que conducía. La osadía de Lawrence lo condujo a la muerte.

¡Qué espantoso temporal aquel! Una tempestad en el sur es indescriptible, lo mismo que las escenas que se desarrollan a bordo de los buques que sorprende. El cielo, momentos antes despejado, cúbrese totalmente; las nubes bajan y parece que oprimen las grandes olas, cuyas crestas hace blanquear el viento, o la pesadez de la atmósfera las convierte en inmensas moles de grandes cavidades, silenciosas y gruesas como si tuvieran la consistencia del aceite; los negruzcos nimbos y los variados cirros cruzan veloces; el viento sopla con fuerza intensa y una oscuridad prematura parece descender sobre el océano. De repente ábrese el cielo; los rayos del sol, que calientan las tranquilas capas superiores de la atmósfera, alumbran el buque, que, con dificultad, combate contra los elementos; doran con fulgor, casi siniestro, los mástiles, algunas veces astillados, y bañan con su luz, las escenas heroicas de que es teatro la cubierta. La claridad se difunde entonces sobre el océano