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vuelve más agreste aún, y las quebradas difícilmente dan paso; muchas veces no podemos mantenernos a caballo por la gran pendiente de las cuestas. Los torrentes insignificantes, secos casi todos entonces, nos cortan el camino con sus bordes a pico. Todos estos son inconvenientes que aumentan, momentos después, nuestra admiración, al presenciar, desde una altura de ochocientos pies, el grandioso panorama.

A nuestros pies, la acción lenta e incesante de la atmósfera y del tiempo, ha desagregado la meseta, la ha grietado y hecho presentar sus carcomidas faldas, como si monstruosas olas la hubieran atacado; sus abundantes vestigios, a cuya base se amontonan grandes cantidades de sutil polvo, producto del formidable ataque, muestran, en sus flancos, gigantescas graderías, dignas de aquel grande anfiteatro.

El Monte León se eleva delante, triste, árido, sembrado de cascajo glacial y perforada su abrupta ladera por innumerables cuevas, puntos negros en el blanco calcáreo, donde se asilan los pumas, mientras los cóndores anidan o revolotean en la cumbre.

Los guanacos, a los que sirven de pedestales, labrados por el tiempo, ese gran modelador, los restos de las colinas, escuchan asustados el ruido de las piedras que se desprenden a nuestro paso y que ruedan al fondo. Uno que otro avestruz silva tranquilo, haciendo la guerra a cuanta fruta o insecto encuentra, y algunos zorros, que abundan allí, huyen de los perros, guareciéndose en las cuevas. Uno de ellos, preocupado en devorar el contenido de un huevo huacho de avestruz, que ha quebrado contra las piedras, muere víctima de su glotonería. Una vaca alzada muge en las quebradas.

El vapor de la tierra húmeda se va expandiendo sobre el mar, unas veces azul sombrío, otras verdo-