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nacos y las gambetas de los avestruces no les permiten obtener, en sus hazañas, el mismo éxito que al gran cazador antiguo.

En esta llanura hay abundancia de lagunas de agua salobre y dulce, que se suceden sin interrupción y que están muy lejos de dar al suelo la aridez terrible de que le hace gozar la fama. La abundancia de gansos, cisnes, patos y avutardas es inmensa en ellas, y con constancia, mojándonos algo y después de chapalear dentro de una de ellas, más de una hora, persiguiendo los pichones de estas últimas, cuyas pequeñas plumas no les permiten volar, obtenemos a fuerza de astucia y rebencazos cuatro de ellos, suficiente número para pasar una agradable noche, la que no se presenta muy de nuestro gusto, pues la tormenta se cierne sobre la cumbre de las colinas, donde esperamos descansar. Esas lagunas no son permanentes, pero hay algunas suficientemente grandes para que, con excepción de dos o tres meses del año, puedan aplacar la sed de los animales de una estancia. Su fondo no es barroso, sino más bien duro y lleno de cascajo; sus orillas sumamente fértiles y cubiertas de un césped tan tupido y lozano que las convierte en pequeños oasis.

La parada para la noche la hacemos dentro de los cañadones, rodeados de un precioso escenario, al borde de una laguna de agua dulce, dominada por las colinas cubiertas de pastos amarillentos. Este punto es un valle que se dirige serpenteando desde el este, con manantiales cristalinos que descargan sus aguas, subterráneamente algunos, en la laguna.

Sus elevadas orillas, cubiertas de cantos rodados, recuerdan el borde del océano, a lo que contribuye el murmullo continuo del rodar de sus pequeñas olas, aumentado por el eco de las colinas.

Nuestra parada aquí desaloja una tropa de más de cien guanacos que iban a pasar, abrigados en