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Una milla más al este, trepamos otra meseta, por entre lomadas, abundantes de pastos y abrigadas, y después de recorrer un trayecto igual, encontramos otra salina, que nos es desconocida. Su aspecto es el mismo que el de las anteriores, a excepción de los cristales de sal, que son de un tamaño mucho mayor, y de un color blanquizco-amarillento.

En el lado norte, nada altera la llana superficie en el punto donde el cielo se confunde con la tierra, pero la gradería de mesetas, primero verdosas, luego pardas, azules y celestes, tenues, se ven, alejándose en las demás direcciones. Es un anfiteatro grandioso pero solitario; su arena sólo es frecuentada por los guanacos y avestruces; y el puma, el gato salvaje y el cóndor son los dominadores de la región. La civilización no ha extendido aún su influencia hasta allí. La monotonía del desierto sólo la interrumpe, de tarde en tarde, el cazador argentino y el tehuelche, o algún desertor chileno. Mientras el hombre no ha penetrado en esta comarca, todo es soledad en ella, nada se mueve; los animales tranquilos cumplen con las exigencias de la vida, reposan y se alimentan; pero la presencia de nosotros, enemigos de casi todas las obras animadas, interrumpe hoy esa aparente soledad.

Apenas hemos pasado la salina, nos separamos los tres individuos que formamos la comitiva. Pero a poco, de los matorrales se elevan al cielo densas columnas de humo; el cerco que nos debe proporcionar la cena va cerrándose, y en donde no habíamos visto ser animado alguno, aparecen cientos de guanacos y avestruces; de cada mata, de cada hondonada, huyen con extrema ligereza tropas de esos animales tan deseados.

Tres émulos de Nemrod acosan a los ágiles habitantes de la pampa, pero la rapidez de los gua-