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A la tarde, llega el momento en que la baja marea es completa, lo que hace imposible, por ahora, continuar el remolque, y como mi deseo es llegar esta misma noche a la isla, dejo los marineros al cuidado del bote, para que, cuando la marea vuelva a repuntar, continúen a remo; por mi parte, sigo a pie, acompañado por Estrella.

El cañadón por donde subimos a la colina está cubierto de magníficos pastos y las planicies llenas de arbustos y cactos; algunos bajos ostentan una alegre alfombra de césped, y algunos altos son tan áridos que sólo los tapizan cantos rodados.

Es la primera noche que voy a pasar en la región que tanto ambiciono conocer a fondo. Las emociones de este día deben ser el preludio de las que experimente en este, mi segundo viaje, en el cual debo tentar lo que no ha sido posible verificar en el primero. La inquietud del espíritu, que abarca todo, quiere dominar y comprender el panorama presente.

De pronto, unos médanos, con profundos pozos, nos cortan el camino. Están próximos a la costa, nos acercamos a ella, y distinguimos que aun continúa descendiendo el río y batiendo la escarpada muralla.

Ya el cansancio y la sed se van apoderando de nosotros, y los médanos la aumentan, hasta que descubrimos un sendero que, a algunas cuadras de allí, nos conduce nuevamente a la barranca. Delante de nosotros tenemos una llanura de plata, reluciente, imagen de la salina, cuyos cristales de cloruro de sodio le dan esa apariencia. Abajo de la loma vemos unas negras sombras: son las poblaciones donde se guarda la sal.

Emprendemos el descenso, con gran cuidado por parte de Estrella, quien, no estando acostumbrado a estos trances, cree desplomarse a cada momento.

Abajo va, en el pequeño valle que forma el río, en una de sus bruscas vueltas, la oscuridad es tan