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guetones delfines que retozan por centenares en las aguas tranquilas de la bahía, irguiéndose de a dos y tres juntos, saltando fuera de ellas, u ondulando suavemente, describiendo curvas iguales, en las que muestran primero su cabeza y aleta dorsal negra, y luego sus costados blancos cuando azotan las pequeñas ondas con sus elegantes colas.

Esos veloces nadadores son tan confiados, que no temen acercarse al bote; si levantamos los remos y permanecemos silenciosos, vemos acercarse con rapidez sus blancas formas, bajo las aguas limpias; cruzar bajo la quilla y ascender al nivel, rozando los costados del bote, permitiéndonos pasar la mano sobre sus suaves lomos, mientras lanzando sonoros bufidos vuelven a hundirse en las profundidades, para describir una nueva curva.

Los patos vapores, las gaviotas, los grandes patos y los ostreros cruzan y recruzan mientras tanto sobre nuestras cabezas, unos silenciosos, y otros haciendo oír fuertes chillidos, y ruidos metálicos, producidos por el movimiento rápido de sus alas.

En una de las bordadas nos acercamos a la costa norte, frente al Promontorio Weddell; aquí encuentro el primer trozo errático de gran tamaño que revela la presencia indudable de la época glacial; su parte visible mide un metro cúbico, pero como se ensancha hacia su base, sepultada entre la arena y el cascajo, creo que su tamaño total es mucho mayor.

¿Qué otro agente que el hielo puede haber transportado esa enorme roca desde los Andes hasta el Atlántico?—Quizás un témpano al fundirse, depositólo allí.

El tiempo transcurrido en esas observaciones es tanto, que cuando queremos continuar viaje, ha principiado el descenso de la marea. Me alegro de ello: es necesario experimentar, antes de separarme completamente del buque, la gente que debe