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ciencia y que algunos habitan estas regiones, ninguno concuerda con el modo de distribución de sus colores. Inmediatamente que concluyo de despojar los esqueletos de sus partes blandas, hago lanzar el bote, para aprovechar la marea que entra con fuerza y dirigirnos a la isla de Pavón, último punto argentino, habitado ahora, en el extenso territorio del sur.

Pasamos de largo por la isla de Leones, sin atrevernos a abordarla, teniendo presente el estado caluroso del día y las emanaciones fétidas del huano, que ya en otro tiempo había aspirado, el 8 de octubre de 1874.

Los tufones de viento que descienden por las quebradas y que en unos momentos nos son favorables y en otros contrarios, nos obligan a bordejear.

A veces, entorpecen nuestra marcha las algas marinas: el Kelp o Macrocystis. Sus delgadas hojas, sujetas a las vesículas piriformes que le han dado el nombre, se enredan en los remos o la fuerza de estos no basta para, cortar las largas tiras verdes de decenas de metros que la marea hace afluir desde el océano hacia el interior de la bahía.

Todos los que han viajado por el sur han pagado un tributo de admiración a esta inmensa y simpática planta, el organismo gigante que revela la lujosa fuerza de la vegetación marina, y ciertamente bien la merece. Es una enmarañada pradera en el mar, que flota lozana y tranquila en medio de las tempestades y conserva la calma en los sitios que cubre su ramazón bienhechora. ¡Qué grandes historias podría contarnos esta alga que vive sobre las siempre inquietas aguas australes, arraigando en las inmóviles peñas del fondo de ese océano!

¡Cómo cambiaría la faz de esos distantes para-