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En los pequeños huecos de una elevada muralla de pórfiro, vemos una gran cantidad de cormora­nes que pían sin cesar.

Con la escopeta puedo procurarme dos, uno de los cuales desaparece inmediatamente de caído al agua, devorado por un tiburón, que la claridad de aquélla permite distinguir nadando gallardo, moviendo velozmente sus bien modeladas aletas, al costado del bote; el otro figurará en el Museo Pú­blico de Buenos Aires al cual haré donación.

Un cóndor joven, monarca alado de las regiones australes, se ve posado sobre la cumbre inaccesi­ble; golpeando con ruido estridente su filoso y córneo pico, abre sus garras ensayando los podero­sos músculos, y batiendo las monstruosas alas, lan­za penetrantes gritos de lujuriosa alegría. Se pre­para a la carnicería de los tiernos cormoranes, cuyos gritos temerosos atraen a sus padres, los in­teligentes pescadores de la bahía.

La vista aguda del feroz rey andino goza ya de la tierna presa casi segura, cuando el rayo arti­ficial lo precipita revoloteando, muerto, al abismo, rozando las habitaciones de sus perseguidos, y ca­yendo frente al bote, con gran susto del negro, que teme le aplaste aquella inmensa mole.

Al pasar por una isla, cercana al Atlántico, pre­senciamos una interesante escena. Sobre la suave playa ancha, que aún no ha cubierto la marea, creemos ver un ejército, cubierto de armaduras escamosas relucientes, dirigirse, desde un matorral cercano, hacia el agua. Aunque estamos inmedia­tos a la costa, parécenos presenciar desfiles mili­tares en alguna gran plaza, todo reducido por la inversión de anteojos.

Batallones, tras batallones, en fila y orden, lle­gan a la orilla del mar, nos miran unos instantes y desaparecen en sus ondas.

El espectáculo es gracioso, y nos lo proporcio-