manos, codos, rodillas y pies y casi sin aliento, alcanzamos un retazo más extenso, situado a 50 metros sobre el incendio, que chisporrotea entre las plantas resinosas.
Los unos cargados con el herbario, los otros con bolsas llenas de muestras de rocas, tenemos que descansar unos momentos al reparo de una piedra, que intercepta el rayo del sol y el humo.
Ascender más es difícil, pero uno de los marineros, alegre francés que había visitado las escarpadas costas noruegas, pronto encuentra senda para llegar a la cumbre próxima, donde podemos hacer funcionar libremente nuestros pulmones, y presenciar la puesta del sol en plena Patagonia, entre los espirales de humo que se elevan de la quebrada incendiada.
Antes de emprender el regreso al bote, nos dirigimos a una piedra aislada que semeja, desde lejos, una choza sobre la meseta horizontal. Es el resto de un cerro antiguo, cuyo altivo piso, corroído por los hielos, ha quedado reducido a dos monolitos muy próximos uno de otro, de 20 pies de altura y que están rodeados de los residuos del mar terciario, representados allí por la gigantesca Ostrea.
Por el estilo de Tower Rock, a la que los ingleses llaman también Roca Britania, doy a esta el nombre de «Roca Porteña».
Los dos fragmentos rojizos parecen restos de un monumento funerario o sagrado, menhir de las edades perdidas, abandonados por el hombre, siguiendo la progresión de su inventiva, y figuran en el primer plano de una perspectiva verdaderamente patagónica. Hacia el setentrión, un cerro solitario se pierde en el azul ahumado, color característico aquí de la atmósfera de la tarde y a cierta distancia, al oeste, se escalonan las mesetas, prestando la hora un aspecto de melancolía a esas