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cos, que caracterizan la Patagonia. Ora inunda de vivida luz los enormes peñascos rojo-plomizos del pórfiro; ora las blancas y rosadas tufas y las fajas terciarias,—que se alternan también, formando un precioso contraste y reflejando en las aguas azuladas de la bahía,—ora en las bellas laderas verdes amarillentas por su vegetación herbácea y en los -obscuros y tupidos matorrales de arbustos.

Cerros rojos perpendiculares elevan en la costa norte sus atrevidas, aunque pequeñas crestas, y en el sur, entre las colinas, se evapora visiblemente el rocío de la noche, en medio del cual distinguimos guanacos curiosos, relinchando estridentemente o bajando hacia las aguas mansas a arrancar el musgo de la costa.

A medida que nos internamos divisamos nuevos horizontes, los cerros se aproximan y la bahía es más estrecha; de su centro se elevan torres monolíticas de aspecto gótico, cuyas murallas asaltan de continuo las aguas, pero inútilmente; entre las grutas de su base duermen aún grandes Otarias, arrulladas por el eco suave del cuchicheo de las ondas. La rápida corriente y la vela bien cortada y llena nos llevan por entre ese paisaje que recuerda un fjord escandinavo.

A medio día llegamos al último punto donde alcanzó la expedición inglesa. En el costado sur, el agua baña la base del murallón de pórfiro; en el norte, un desplayado bajo, cubierto de matorrales, se extiende al pie de un cerro aislado. En el fondo, el canal sigue enangostándose, a causa de un enorme peñón, entre el cual y el cerro del sur corre descendiendo ya con fuerza la marea, arrastrando un agua turbia y de gusto menos salado que el de la mar. Por más esfuerzos que hacemos, es imposible pasar más adentro, y después de tentarlo sin resultado, varando repetidas veces,