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Gratas emociones me ha brindado mi buena estrella, al permitirme visitar los parajes y pisar las mismas sendas, donde probablemente el campeón de la teoría de la descendencia bosquejara, en esas excursiones, la base de sus célebres ideas.

Hacemos fuerza de remos con rumbo al oeste, donde la tierra es aún un nublado. Las algas marinas, en inmensas guirnaldas, nos rodean, mientras cruzamos sobre los arrecifes sumergidos, que se destacan de los cerros vecinos, y en los cuales vara el bote, obligándonos a penetrar en el agua salada, hasta medio cuerpo, para aligerarlo de peso y remolcarlo, desligándolo de las plantas, entre cuyos flexibles vástagos encalla.

Mis marineros reciben aquí el bautismo patagónico, que debe darles constancia y fe en la utilidad del viaje.

La brisa nos permite izar el velamen, y por el medio de la bahía, teniendo a la derecha los obscuros cerros eruptivos y a la izquierda una blanca costa, baja y acantilada, pasamos inmediatos a algunas pequeñas islas. En esos momentos las gaviotas rozan el ligero gallardete, los pengüines zambullen y luego se yerguen batiendo gozosos sus aletas para mirarnos asombrados; los patos marinos, unos solitarios, cruzan como flechas, otros, en bandadas, trazan en el aire figuras geométricas; los cormoranes ganan presurosos, con la primera comida de la mañana, las nidadas, donde, como en un damero gigantesco, han nacido sus negruzcos y velludos hijos.

Algunas millas adelante, cruzamos frente a una pequeña península de aspecto alegre, donde una tropilla de guanacos busca su alimento sin preocuparse del enemigo que los mira.

Ya el sol muestra su disco, y sus rayos, interceptados por tenues nubes, alumbran ese paisaje, donde aparecen los dos grandes sistemas geológi-