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Cruz", con todas sus velas desplegadas, más blancas, por el contraste con el mar oscuro, azul-verdoso, matizado de pequeñas ondas, rizadas por las crecientes que doblan el Cabo.

La alegría reina a bordo; el buen humor se ha apoderado del equipaje y de los pasajeros; el primero ve que, sin sus esfuerzos, el buque corta las aguas, con rumbo casi fijo hacia el próximo puerto; los segundos ansían el momento de llevar sus proyectos a buen fin.

Primero, las olas espumosas y rugientes que se estrellan contra los arrecifes de Byron, y luego, en el fondo, formando horizonte, las mesetas uniformes, limitadas por barrancas a pique, de suaves pero claros colores, acentuados por la fuerte luz de un día caluroso y sin nubes, dan a ese paisaje, envuelto en una tenue bruma, resultado de la evaporación del mar y de las varias lagunas saladas de las inmediaciones, tintes agradables, que nos hacen olvidar la triste desolación real. Exceptuando el bullicio a bordo, algunos albatros y pengüines que pescan y las gaviotas que surcan el espacio, ningún síntoma de vida presentimos en esas playas cercanas.

Bordejeamos en aquel mar tranquilo, aunque sombrío, si se recuerdan las muchas tragedias que oculta su seno, y donde tanto intrépido marino pescador, ha encontrado su tumba. Sentados en la popa, gozamos del espectáculo que Piedrabuena anima a nuestros sentidos, relatándonos las terribles escenas de naufragio que ha presenciado el golfo.

La belleza del día, y el aspecto del mar, su elemento, hacen que nuestro amigo, generalmente parco en palabras, cuando se trata de referirnos su vida en esas regiones, dé, en esos momentos, rienda suelta a sus recuerdos, para asombrarnos,