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jar el timón, y escuchar el tambor y el pífano a bordo del bergantín.

Consintió en que hiciéramos su fotografía, pero de ninguna manera quiso que midiera su cuerpo y sobre todo su cabeza. No sé por qué rara preocución hacía esto, pues más tarde, al volver a encontrarle en Patagones, aún cuando continuamos siendo amigos, no me permitió acercarme a él mientras permanecía borracho, y un año después, cuando llegué a ese punto, para emprender viaje a Nahuel-Huapí, le propuse me acompañara, y rehusó diciendo que yo quería su cabeza. Su destino era ese. Días después de mi partida, dirigióse al Chubut, y allí fué muerto alevosamente por otros dos indios, en una noche de orgía. A mi llegada, supe su desgracia, averigüé el paraje en que había sido inhumado y en una noche de luna, exhumé su cadáver, cuyo esqueleto se conserva en el Museo Antropológico de Buenos Aires; sacrilegio cometido en provecho del estudio osteológico de los tehuelches.

Lo mismo hice con los del cacique Sapo y su mujer, que habían fallecido en ese punto, en años anteriores, en una de las estadías de las tolderías. Ambos habían sido enterrados en cementerio cristiano, conservando, sin embargo, las prácticas indígenas en la colocación sentada de los cadáveres. Al lado del cacique encontramos un hacha de hierro, de construcción inglesa, quizás la prenda más estimada del pobre jefe y de quien ni la muerte le separaba; al costado de la mujer, mezclados con algunas de sus alhajas, recogimos huesos de un pelado, infeliz sacrificado al cariño casi maternal que las tehuelches tienen por esa clase de perros. Con estos objetos y los anteriores quedé satisfecho sobre este punto importante de mi viaje.

El 10 de diciembre, concluído todos los arreglos, me embarqué en la goleta con las colecciones.