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que, aunque en combustión, no se ven llamas, pero de donde se eleva un vapor suave. Las fuentes calientes abundan; hay grandes pozos hasta de seis pies de diámetro donde hierve el agua, y sé de parajes donde el agua surgente lanza chorros a cuatro metros de altura, que son probablemente Geysers en el centro de Patagonia. Gran parte de esa región es aún misterio no desvelado por europeos; los indios, poseídos por un terror supersticioso, no se atreven a penetrar en ella, y quizás contenga riquezas explotables con provecho, en las substancias que la acción de los volcanes produce.

Al día siguiente, veintinueve, emprendimos, apurados por la necesidad, el regreso a la colonia, siguiendo el bajo hacia el sur. Caminamos por un bañado salitroso, surcado por pequeños zanjones, sumamente pantanosos, donde, entre los grandes claros sin vegetación, se veían de cuando en cuando algunas matas de incienso y muchos guanacos que, por la refracción atmosférica, aparecían gigantes, como elevadas jirafas, recordando involuntariamente a los rumiantes de las épocas perdidas. Concluído el bajo, ascendimos la meseta, donde esperábamos cazar algunas liebres para nuestro alimento. Este animal tan lindo como el europeo, pero menos ligero, sólo se encuentra bien en ese desierto, que su mayor enemigo, el indio, poco frecuenta. Veíamoslas en tropas de veinte o más, unos momentos atentas, sobrecogidas de terror, paradas todas al mismo tiempo, para escuchar el ruido sospechoso que su timidez y su fino oído les revelan desde lejos, y luego corriendo veloces a grandes saltos en línea recta, para escapar de nuestros caballos cansados. No sé si por lo mismo que para el zorro de la fábula, las uvas estaban verdes, las liebres nos parecieron flacas y nos contentamos con verlas desaparecer entre los matorrales y esconderse en sus cuevas.