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extensa plaza de cristal, en cuyo centro, los fragmentos aislados del pórfido, adquirían proporciones gigantescas imitando arcos de triunfo y enormes monolitos macizos de figuras extravagantes.

Nada más monótono que la hora del medio día en aquellas regiones: los rayos de un sol ardiente caen a plomo del cielo sofocado de nubes; sólo el modesto ruido peculiar del tucu-tucu, que se escucha a intervalos desde el fondo de su cueva, cavada preferentemente en el suelo blando, cerca del agua, interrumpe durante las horas de la siesta, el silencio y la quietud.

El viajero no puede sacudir la pereza y laxitud que le asaltan, y esa influencia no desaparece hasta que el sol declina y llega el aire fresco de la tarde, que despeja el cerebro, sacándolo de su abatimiento.

Subiendo la meseta que frente al paradero mostraba sus barrancas perpendiculares y su estratificación horizontal característica, y caminando dos días al oeste, se llega a esas montañas, a cuya pie se halla la laguna Getalaik (quizás corrupción de Fetalafquen, que en araucano significa Laguna Grande), que es alimentada por las nieves de los cerros que llegan a ella por un arroyuelo situado poco más al norte. La naturaleza parece que ha prodigado a esas montañas los favores que ha negado a la meseta: allí, según los indios y por las muestras que ellos han traído, abundan los metales.

Pero en medio de esa fertilidad, hay planicies engañosas situadas en valles, en los que la actividad volcánica continúa en acción. Ese "país del diablo", como me lo han señalado algunos indios, lo ha visitado Musters; su suelo es caliente, haciendo un agujero, la tierra parece estar encendida y el calor quema el pelo de las patas de los caballos. Al perforar éstas, la costra amarillenta de la superficie, muestran un subsuelo negro, en el