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de los arbustos cercanos y ponerlas sobre las piedras, y ya en el momento de mi viaje, se limitaban a depositar, respetuosamente, y en silencio, ramitas pequeñas e hilos de los ponchos desflecados por las espinas.

Ni a la ida ni a la vuelta, pude registrar esas tumbas, de las que, de todas maneras, no me hubiera sido dado sacar provecho alguno, pues a haber intentado recoger los despojos que encerraban, enviáranme mis guías a hacerles compañía.

En la meseta alta del Chubut, era caso distinto, y pude extraer siete cráneos y algunos fémures, sintiendo que el mal estado de los caballos no permitiese llevar todos los huesos. Semejantes monumentos fúnebres no son raros en Patagonia; en las costas del mar los viajeros hanlos mencionado repetidas veces, y Cox señala uno de ellos en un paso de la cordillera. En el interior los he visto, y el Sr. Dournford que últimamente ha seguido el curso del Chubut en una gran extensión, ha encontrado más de diez de ellos, aunque sin poder reconocerlos, ni obtener un solo cráneo, como ha sucedido con los otros descubridores.

Esos cairnes están formados de piedras amontonadas, que rodean y cubren los restos humanos, colocados al parecer, sobre un piso artificial de piedras planas; el más elevado que conozco, mide cerca de tres metros, y algunas piedras de las que los forman, pesan de cuarenta a cincuenta kilogramos.

Las Chulpas de los antiguos bolivianos, más civilizados que dichas tribus, no son sino un simple perfeccionamiento del cairn patagón; digo patagón, porque me ocupo ahora de Patagonia; pero es bien sabido que ese modo de perpetuar el sitio de una tumba, es casi universal, en los tiempos y en las razas primitivas. En Europa, Asia, Africa y América, ha sido empleado; Livingstone men-