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jado, prometiendo buena continuación de viaje, ensillamos y nos dirigimos a las elevaciones citadas.

Entramos en un terreno más ondulado que de costumbre; la vegetación era más robusta y el pasto abundante, por lo que dimos un pequeño descanso a los caballos, para prepararlos a ascender un cerrito de aspecto extraño, que a la distancia de una milla al oeste, se divisaba. Llegados a él, vimos que las rocas que lo formaban, no eran del terciario, sino más antiguas, alteradas por acciones plutónicas; eran rocas metamórifcas no denunciadas aún en esos parajes, y por consiguiente, un descubrimiento de gran importancia.

Las planicies terciarias desaparecían allí, para dar lugar a una formación de diverso origen.

En la cumbre del cerro nos aguardaba una sorpresa.


Elevábase del suelo un montón de piedras y ramas secas, de un metro y medio de altura, que parecía haber sido arreglado hacía largo tiempo, y entre cuyas junturas blanqueaban restos humanos. Era un cairn funerario.

Ya en mi viaje a Nahuel-Huapí había visto esos modestos monumentos que el respeto y la amistad a más de la costumbre, han elevado, en forma de pirámide de piedras sueltas, sobre los restos y para recuerdo de los que allí murieron. En Choconyegu, a inmediaciones de Limay, pasé junto a nueve tumbas de esa clase, atribuídas por mis compañeros indígenas a una familia Mapuche (gentes de los campos), que según ellos, habían muerto de frío, a causa de haberles arrebatado los caballos los Picunches (gentes del norte) durante la noche.

Los indios, al pasar por ese punto, colocaban antes, sobre las tumbas, una piedra que aumentaba la altura u ocupaba el sitio de las que el tiempo desmorona; luego se contentaron con cortar ramas