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tantes de esos puntos elevados, habían dado la for­ma de puntas de flechas.

Inclinándonos al Este, divisamos una inmensa sábana salina, que inutiliza gran extensión del va­lle y que se denomina Laguna de Chiquichano, nombre del cacique de los quirquinchos, tribupampa. A la sazón estaba seca, su suelo era blan­do, muy suelto, hasta hundirse en él el caballo, y contenía eflorescencias salinas a las que el sol co­munica una reverberación que daña la vista.

Cruzamos la laguna, con gran fatiga de los ca­ballos, y alcanzamos el pie de la meseta, a tiempo que se acercaba un chubasco, que, apenas llegados a la cumbre plana, descargó sobre nosotros. Resguardados detrás de unas matas, con la cabeza protegida por las caronas del recado contra el gra­nizo grueso que podía herirnos, almorzamos un pe­dazo de pan y manteca. El viento frío nos helaba, mojados como estábamos por la lluvia.

Un matorral de Colletias resinosas, que encen­dimos, nos volvió el calor necesario para continuar viaje. Estas plantas, verdes y mojadas, arden con facilidad.

Hasta la tarde continuó desagradable el tiempo. A intervalos, él aparecía o la lluvia arreciaba; nuestro camino se hacía en extremo tortuoso y el fuerte viento impedía observar en la pequeña agu­ja, la dirección que seguíamos.

La planicie, entre la niebla de la lluvia y la bruma que, al reaparecer el sol, se levantaba, oca­sionada por la evaporación, cuyo proceso se hace con gran rapidez, en las tierras altas, se extendía llana, limitada al oeste y norte por el escalón de la segunda meseta. Sólo algunos guanacos viejos, rumiaban impasibles las escasas gramíneas, acostumbrados ya, y veteranos de las inclemencias de las estepas; otros más jóvenes, con sus largos cue­llos cómicamente estirados y agachados, sus cabe-