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gando gallardo a la vista de los toldos. Un clamoreo salvaje contesta nuestros saludos de alegría. Los hombres montan los potros en pelo y a todo correr, prorrumpiendo en alaridos, tratan de acortar la distancia que aun nos separa de sus primitivas moradas. Chesko les contesta con estentórea voz, sacudiendo al aire su quillango y descubriendo su bronceado cuerpo indígena. ¡Un indio en un bote descendiendo el Santa Cruz! Verlo y correr a los toldos, y armar una vocinglería infernal, es obra de un momento. Al pasar frente a ellos, las muchachas que han formado un grupo sobre la barranca, palmotean y vemos llegar a todo escape al gigante Collohue que había apresurado a los indios asombrados. Me saluda a gritos: ¡Coom'ant! ¡La incógnita se ha despejado—es el comandante que llega de las «Aguas grandes»!

En veinte y tres horas y media de navegación hemos desandado el camino hecho en un mes, lo que demuestra la gran velocidad de las aguas del Santa Cruz, y las dificultades con que se tropieza para remontarlas.

En esta isla no encontramos novedades de ningún género. Los indios que han acampado frente a ella son los de Conchingan y los del cacique Gumerto que vienen estos últimos desde las inmediaciones de Nahuel-Huapí, a conocer los campos de Santa Cruz. A la tarde los visito llevándoles aguardiente. Gumerto me dice que «tiene el corazón muy contento» porque conoce ya al Comandante, y que como pariente de Shaihueque ha oído hablar de mi visita al campamento del Rey de las Manzanas.

La mayor parte de los pocos indios que dependen de este cacique son de sangre pampa, de menos estatura que los tehuelches, y entre las mujeres jóvenes hay algunas muy bien parecidas. Contentamos a éstas, dándoles abundantes sartas de cuentas y mantas; los hombres se emborrachan con