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la planta del hombre civilizado; las tupidas ramas de árboles gigantescos que crecen en las faldas de los elevados cerros, sobre los detritus dejados por los hielos al fundirse, e innumerables torrentes pequeños que se desprenden de las cumbres de los montes que he llamado «Buenos Aires», donde hilos y manchas de nieve reciente, depositada en las grietas de la roca, anuncian la entrada del invierno, hacen sumamente difícil el camino. No nos preocupamos de los pequeños fragmentos de oro que arrastra el torrente que lava el cascajo aurífero. Seguimos adelante, hollando helechos y espesos musgos; apartando las barbas rojizo-amarillentas, que cuelgan de los inmensos coigües y de las hayas de oscuras y plegadas hojas.

Muchas veces caminamos arrastrándonos bajo un lóbrego techo vegetal, entre piedras erráticas inmensas; otras el torrente a pique corta nuestro paso: cruzamos la bulliciosa corriente por sobre alguna haya añosa, o seguimos por alguna escalinata geológica, formada por la desagregación del esquisto micáceo de los cerros. Llegamos así hasta la punta donde un precipicio separado del macizo de la cordillera por un hermoso canal que arrastra témpanos, ramificación del lago Argentino, impide continuar más adelante. Inútil es que tratemos de cruzar el inmenso peñón; la arcilla esquistosa que lo forma está quebrada en grandes fragmentos verticales y no da paso; retrocedemos algunos metros y en un pequeño claro del bosque, teniendo a nuestra derecha la arqueada falda de los montes que he llamado de «Buenos Aires», al pie el ramal del lago que precede a los inaccesibles Andes y al norte el pintoresco monte Avellaneda, que nombro así en honor del presidente de la república, resuelvo no seguir más adelante.

Descansamos un momento, al reparo de un gran tronco abatido por la tempestad, y a la tarde em-