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taña cuya cumbre nos oculta, en blanco vapor, la evaporación del día. Al oeste, en el primer plano, un grupo de árboles gallardos resalta de los contrafuertes parduscos de los peñascos, reflejando sus lucientes hojas en las aguas de un bullicioso torrente. Más allá, lomadas cubiertas de vegetación preceden rugosos cerros, y más lejos, entre la niebla de la lluvia y las sombras del chubasco que se descarga sobre nosotros, una forma aguda, atrevida, se eleva radiante de blancura entre rosados tintes que comunica al cielo, allí tan despejado, el sol que en estos momentos alumbra el horizonte inmenso del Pacífico, y que se despide de ella dándole la última caricia de la tarde.

Esta montaña se llamará en adelante el «Cerro de Mayo»; su inmensa aguja paleocrística se destaca del cielo celeste a través de la capa de nubes.

Establecemos nuestro wigwam al resguardo de un frondoso berberis; las largas y tiernas ramas de las hayas y los ponchos, nos proporcionan tosco y abovedado techo, y así nos encontramos a la entrada de la noche, abrigados bajo una cabaña improvisada. De sus endebles murallas vegetales que dejan respirar el céfiro andino, cuelgan dulces y moradas frutas y si la puerta ocupa todo el frente de la choza, en cambio, sin movernos de su ancho dintel admiramos el lago y los fragmentos de hielo que arrastran sus aguas. Lástima es que de la alegría de nuestros ojos y de la mente no participe el estómago. Nos encontramos en el punto deseado hace tanto tiempo, pero también sin las provisiones que hubieran amenizado nuestra estadía en él. El contenido de la media lata de paté, un puñado de fariña y otro de café, amén de la ración de yerba que es inseparable compañera de Isidoro, es todo lo que contamos para festejar el punto más avanzado al oeste a que hemos alcanzado en esta expedición.