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con los guadales y los tucu-tucales y el camino se hace casi imposible por la inmensa cantidad de matas de calafates y de árboles secos; a las cinco de la tarde no podemos adelantar más. Nos encontramos en el último punto donde es posible llegar con los caballos, y establecemos campamento en un pequeño prado, frente a uno de los grandes canales que, desprendiéndose de los Andes, forman el lago.

El camino hecho en el falda del monte Félix Frías, donde se han instalado en las sueltas arenas glaciales esos millones de ctenomys que han convertido el zócalo de la montaña en paraje tan intransitable, ha cansado completamente nuestros caballos, y aunque las colinas elevadas por hielos han presentado menos obstáculos que los ofrecidos por las habitaciones de los trogloditas roedores, cuando éstas han vuelto a aparecer amenazándonos con hundirnos en sus antros arenosos, no podemos seguir con ellos. La inundación ha cubierto la región, llenándola de peligros; los bosquecillos de tiernas hayas apenas asoman sus amarillentas y verdosas copas sobre el azulado bañado inmediato, y únicamente después de seguir un laberinto de albardones hemos parado, extenuados, en la mullida alfombra, que cubre este fértil pedazo de la falda de la gran cordillera.

La noche va acercándose: las nubes pardas abandonan las alturas, buscan sus gigantes nidos entre los flancos de las montañas vecinas y descienden a extenderse sobre este valle, que pierde el agradable calor del día, ante la fina lluvia que empieza a caer, ocultándonos el fondo del hermoso, aunque imponente paisaje, que a ambos lados nos domina. Al sur, los flancos de una elevada montaña muestran tristes y renegridos troncos, ruinas vegetales creadas por el incendio; al norte, el anchuroso brazo lacustre baña el pie de un bosque virgen que se eleva tupido en la empinada falda de otra mon-