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existencia. Reina una tarde espléndida: el lago no tiene ninguna arruga en la superficie llana de sus aguas; los témpanos blanquean cerca, pero tristes; los cerros se colorean de rosa en sus cumbres y de violeta oscuro en sus bases, y el verde de las hayas antárticas se destacan con los rayos del sol que penetran por el canal que da paso a los hielos andinos. No había notado el menor movimiento en el lago, pero de pronto veo elevarse de su centro a larga distancia, a seis millas, una columna de agua que surge espumosa, remolinea algunos instantes y desaparece para volver a elevarse otra vez. Pienso que es una de las manifestaciones de la actividad volcánica que conocemos con el nombre de geysers; es un fenómeno imponente, pero bello en alto grado. Observándolo, he visto inmensas moles cristalinas, blancas, celestes, que se hallan diseminadas en estas orillas. Es un témpano varado, dividido en grandes fragmentos, que muere, licuándose, para aumentar las aguas del «San Martín». Llego a él y corto algunos trozos; así me creo por un momento en las regiones polares. Sentado sobre un cubo de casi diáfano cristal, dominado por una columna partida y rodeada de tenues ruinas celestes, de un palacio de hadas antárticas todo de agua congelada, que el sol de mañana disipara, pienso en las gloriosas víctimas del hielo: en Franklyn, en Bellot, en Hall; lleno los bolsillos de baldosas de agua, y vuelvo al campamento a avisar a mis compañeros el interesante hallazgo.

Marzo 1.°.—A las 9 a. m. abandonamos el paradero; cruzamos, casi asfixiados, el gran incendio que desde unas matas quemadas por Chesko ha tomado gran incremento en las misteriosas laderas de los cerros, y cuyos humos envuelven, en fantásticas espirales la cumbre del Pana; y después de caminar unas diez millas por el camino hecho anteriormente, paramos a orillas de la laguna «Tar»