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Los matorrales, los restos de una ciudad ciclópea arruinada, arrasada hasta la superficie del suelo.

Al pie de las colinas, hacia el oeste, se extienden campos de un verde lozano, surcado de hilos de agua. Es el paradero tehuelche nombrado Tar-Aiken, que los indios de Shehuen han abandonado hace pocos días. Este campamento es magnífico, pero no de gran extensión; al sur lo limitan las mesetas; al norte, el gran bañado o laguna llama da Tar o «Sucia» se extiende con aguas enturbiadas, hasta el pie de un cerro eruptivo de curiosa forma, llamado Kochait (Pájaro) y el que, aunque domina el valle y las lagunas, es mucho menos elevado que las mesetas que la bordean al norte.

El campamento indio está desierto; los boleadores se han alejado, y sólo en las verdes orillas de la laguna, un gallardo bagual renegrido, de largas crines, relincha y se pasea; quizá desprecia, en su vida libre, sus hermanos domesticados, que, cansados, trotan en fila, conduciendo los expedicionarios. El terreno es en extremo blando, y hay que cruzar con cuidado un bañado cubierto de espléndidas gramíneas y regado por varios manantiales. Hacia el O. N. O. encontramos dos lagunas de menores dimensiones que la Tar, bordeadas de lomas amarillentas, y entre las cuales pasan arroyuelos límpidos y poco profundos. Cruzados estos parajes, ascendemos una hilera de lomadas sumamente agradables, de piso sólido, sin las innumerables cuevas de Ctenomys que hay en los bajos, y galopamos un largo rato, hasta que desde una de las colinas, divisamos un gran lago, y en el fondo elevadas montañas agrestes.

Es la tarde; tendemos los recados al borde de un manantial, que corre entre preciosos Gynneriums y apetitoso apio; asamos el pequeño avestruz, lo devoramos, y luego impresionado por la hora que aumenta la majestad del panorama donde