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Julián, hacia el oeste de dicho punto, los indios me han mencionado otro paradero muy frecuentado por los baguales.

La toldería está dominada por un manto de basalto, que reposa sobre una capa terciaria de cascajo pequeño.

María ha llegado esta madrugada y ha anunciado mi visita; al principio los indios no la han creído, pero las golosinas que le he regalado han probado la verdad de ella y también han contribuido a que se me espere con vivos deseos.

El órgano ha entusiasmado la chusma y desde que me avistan descendiendo las lomadas, el gigante Collohue monta a caballo llevando el instrumento que ya ha aprendido a manejar. Me recibe en la cima de una colina, montado sobre un potro, el que por más que desea, no puede encabritarse con el enorme peso del caballero, y se contenta con rascar frenético el suelo, polvoreando al jinete. Este, con la majestad de un Hércules y con la seriedad de un diplomático, no atiende al enojo del bagual; parece sentado sobre un caballo de piedra, medio oculto por el enorme quillango de 15 cueros de revés amarillo y rojo, y con la calma mayor toca las cuadrillas de «Orphée aux Enfers.» Es quizá la centésima repetición en estos lugares de la popular ópera francesa, cuyos aires hoy no se pierden en el estrecho recinto de un teatro, entre el humo de los fumadores y la gritería del alegre público, sino que tienen un eco grandioso en el sonoro basalto. Pollas desiertas mesetas se expanden las armonías, entre el clamoreo de la indiada que alrededor de los toldos golpea las bocas en señal de regocijo.

A pesar de nuestros regalos, principalmente de las mantas que hago sacudir con Estrella para que sus colores animen a las chinas, encuentro muchos obstáculos para conseguir nuevos caballos con que continuar mi marcha hacia los otros lagos. Sin embargo, después de ruegos y promesas, consigo uno.