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que encontraron, en compensación de sus fatigas, los exploradores de las regiones del norte.

Apenas se ve en este desierto uno que otro guanaco y avestruz intranquilo; de cuando en cuando un zorro salta de entre los matorrales y nos observa, azotando su peluda cola; algunos cóndores nos muestran sus altivas figuras en las negras peñas, o al elevarse, sombrean nuestro camino con sus grandes alas extendidas. Costeamos la ladera de la quebrada, a mitad de ella, lo que nos hace algo penoso el trayecto, pues a cada momento hay que cruzar, descendiendo o ascendiendo, continuamente, los derrames de los cerros.

Ninguno de los cañadones que cruzamos tiene agua en esta estación y ya no es sólo el hambre lo que motiva la marcha apresurada que no me permite examinar tanto objeto nuevo: nos molesta la sed de un día de camino continuo, así es que con gozo distinguimos al anochecer, sobre un elevado cerro, verdes manchas que se destacan de las nieblas que van envolviendo las alturas; son los manantiales que nos han indicado los indios. Después de trepar entre la oscuridad largo rato, acampamos alrededor de uno, que contiene el líquido suficiente para atenuar nuestra sed y la de la caballada. Entre el triste paisaje donde se desarrolla esta verde escena, puede considerarse ella como lujosa; los arbustos son espesos y mullidos y una que otra modesta anémona se distingue en los alrededores de mi lecho herbáceo. Estas plantas nos sirven de débil abrigo contra la gran helada que cae, endureciendo el suelo y congelando las aguas del pozo. El hambre clama, pero no es posible satisfacerla.: tenemos que contentarnos con un poco de café amargo.

Febrero 25.—¡Qué bella madrugada es la de hoy! No ha aclarado completamente y las estrellas, con la claridad de la atmósfera, pues las nubes se han alejado, se ven aún en el espléndido cielo aus-