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así hasta más de medianoche, hora en que nos encontramos, a merced de la corriente en el centro del lago, balanceados por una marejada sumamente gruesa y que no nos permite adelantar nada, mojados completamente y extenuados del trabajo de desagotar el agua que embarca el bote cada vez que una oleada choca contra sus costados. A las dos de la mañana, creemos distinguir tierra inmediata; la superficie del lago está blanca de espuma, que hierve; conjeturo que nos encontramos en las inmediaciones de la desembocadura del río del Norte. Momentos después una veloz correntada nos arrastra, haciendo dar vueltas a la embarcación, que recibe de costado el viento y el oleaje.

Cerca de nosotros se elevan sombrías barrancas que podemos distinguir a pesar de la obscuridad, mientras escuchamos el estruendo de las olas que chocan; calculo que vamos arrastrados hacia la naciente del Santa Cruz. Las rompientes rugen estruendosamente; las olas encontradas se abalanzan y casi llenan la embarcación; no veo más remedio que poner la proa a la costa y si es necesario, naufragar allí; esto es preferible a perecer destrozados contra las rocas glaciales del centro de la boca del río. Al acercarnos a la costa, las olas embravecidas con el choque que las repele, tumban al bote, dándonos sólo tiempo a lanzarnos todos al lago, exponiéndonos a quedar aplastados bajo la embarcación; y rodando entre las arrolladas aguas, tomamos tierra en el instante en que una gran ola arroja el bote sobre la playa, llenándolo de cascajo que la fuerza de la marejada arranca de la costa y deposita dentro de él. Hemos embicado al píe de los médanos, sobre una playa de pedregullo sumamente pendiente, lo que pone en serio peligro la embarcación, que se encuentra rodeada por un furioso oleaje que la barre en todo sentido; con inmenso y peligroso trabajo, maltratados por las piedras rodadas que nos golpean las espaldas, al