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parecer de un metro de grueso, de arcilla verde azulada, pero es imposible reconocerla de cerca por ser un precipicio el paraje donde se encuentra. No he podido descubrir ningún fósil, en esta tarde que he empleado en investigar los peñascos.

Febrero 22.—Este temporal se prolonga demasiado; es necesario salir de aquí lo más pronto posible, pues perdemos un tiempo precioso. Vuelvo a subir la punta Walichu, sin tener en cuenta las ramas espinosas y los cactus que me maltratan los pies, pues el calzado está completamente destrozado. Desde la cumbre descubro, en el centro del lago, una inmensa mole de hielo que viaja empujada por el temporal. Un rayo de sol que cruza por las rasgaduras de los chubascos, hace resaltar su azulada blancura. Se distinguen fácilmente las columnas cristalinas, sosteniendo una cúpula colosal, elevada aparentemente de cien pies, y la luz juega entre las bóvedas formadas por el agua congelada; aquello parece un foco gigante de luz eléctrica, aunque no daña la vista de quien se recrea con ese espectáculo.

Esta tarde, notando que la entrada del sol tras los picos andinos enrojece unos y amarillea otros, entre nubes plomizas y renegridas, anunciándonos un día nada bueno para mañana, decido tentar la suerte, lanzándonos en las aguas intranquilas del lago. Desde temprano hemos distinguido humos sobre las montañas del noreste al pie del cerro inclinado, que me anuncian la llegada de los indios a nuestro paradero en busca de los víveres que les prometí llevarles a estos parajes; y más tarde, en el punto donde ha quedado acampado Isidoro, vemos grandes hogueras, que son la señal convenida para indicamos el arribo de los tehuelches. La contesto encendiendo la falda montuosa de un cerrito vecino, operación que en esta clase de telégrafo patagónico, dice a mis lejanos compañeros—¡allá vamos!