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con razón por los marinos que frecuentan esas costas. Desde lejos se divisan líneas blancas for­madas por el choque de las olas del mar, siempre inquietas, y el ruido del remolino que hierve, hace estremecer a los que no están habituados a este es­pectáculo.

El paraje en que nos encontrábamos era la Pun­ta Norte, donde esos terribles remolinos son más peligrosos. Piedrabuena, en épocas anteriores, ha­bía perdido el palo mayor de su buque que fué arrastrado por uno de ellos, y en ese mismo pun­to, cerca de Valdés Creek que teníamos a la vista, en una noche de tempestad que hacía más veloces esas corrientes, se perdía, en 1874, la barca americana «Mary A. Packer», hermoso buque de 700 toneladas, parte de cuya tripulación recogimos el 11 de noviembre de ese año a bordo del «Rosales», cuando mi primer viaje a Santa Cruz.

La brisa que el capitán esperaba, llegó, y la «Santa Cruz», costeando las elevadas barrancas a pique de la península, cubiertas de médanos, que alumbrados por los rayos solares muy calientes ese día presentaban un aspecto triste aunque pintoresco, dobló Punta Delgada con intenciones de entrar en Bahía Nueva, mas el viento calmó de pronto, luego tornó al Norte poniéndose de proa, encrespando las aguas que con la marea corrían veloces en dirección opuesta para entrar al golfo. Pasamos de largo cerca de la Punta Nueva y Pun­ta Ninfas que semejan gigantescas fortificaciones, y, cortando con la proa del buque, inmensos camalotes de la alga más gigantesca que existe, la Macrocystis patagonica, nos dirigimos al Chubut. Esa alga lleva entre sus hojas y raíces un pequeño mundo animal, del cual se alimentaban las innu­merables gaviotas que blanqueaban su superficie y que al pasar nosotros cubrían el cielo con sus albas alas.