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es un pedazo del ventisquero; los pequeños conos que vemos son los fragmentos en que se ha convertido ella, con su hundimiento, en el seno de las aguas.

¡Qué multitud de recuerdos se despiertan en mí, mientras dirijo el timón hacia los hielos! Recién ahora comprendo las obras de los navegantes polares, que tantas veces he hojeado y que otras tantas me han producido sensaciones desconocidas con su lectura: de asombro, de admiración y de incredulidad algunas, lo confieso, ante la sublime abnegación de esos hombres que oponen solo el ardiente entusiasmo de la ciencia, al espantoso frío del polo, donde los lleva la progresión del pensamiento que no reconoce barreras. Recién, cuando tengo delante un pálido reflejo, me imagino las bellezas sublimes, pero terribles, que ostenta el mundo en sus extremos.

Lo mismo que los lagos alpinos, estos lagos de los Andes deben tener grandes profundidades, en relación con su tamaño, pero me encuentro desprovisto de los elementos necesarios para hacer sondajes;, sin embargo, cuando hemos largado el plomo, nos ha dado honduras que varían entre 17, 32, 56, 65, 78 pies a corta distancia del paradero de donde hemos salido, y a dos millas de la costa, la línea de sonda que mide 120 pies, no encuentra fondo en las varias veces que tentamos buscarlo.

Al creernos ya próximos al canal que se extiende al pie de los cerros de Castle-Hill, en dirección al N. O. de esas montañas, y que es uno de los canales por donde bajan los hielos, nos encontramos con vientos sumamente violentos, que ponen por un momento en peligro nuestra embarcación y nos obligan a retroceder y buscar punto de desembarco en la margen sur. Estos tufones y las corrientes, nos arrojan a una pequeña playa rodeada de rocas, y en la cual varamos el bote, que las grandes olas y el viento hacen chocar contra el fondo,