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te nos empuja nuevamente hacia el desagüe, pero el viento arrecia y ciñendo la vela, a la que tomamos rizos, vamos contentos, saltando de ola en ola, hacia los témpanos. Estos parecen islas de claro cristal en medio de las aguas; unas veces brillan, otras permanecen pálidos y tristes. La incidencia de la luz, producida por las nubes, les comunica alegrías o tristezas. Cuando alumbrados por el sol, proporcionan contento; hay entonces algo de suave dulzura en esas inmensas moles congeladas que balancean sobre el celeste del agua, pero cuando un negro chubasco oculta el rayo vivificante, pierden ese aspecto, adquieren un color equívoco, terroso, severo, y parece que reflejan las nubes pardas.

A lo lejos, vemos inclinarse una enorme masa blanca, que se hunde momentos después con estruendo y produce una gran ola que viene rodando hasta estrellarse contra nuestra embarcación. Donde ha desaparecido, vemos alzarse blancos conos que se diseminan y balancean al impulso del agua alborotada con el choque. Son los restos del gótico monumento, tallado y desprendido por la hábil naturaleza en el flanco del ventisquero. ¡Qué cruel es el destino de este! La nieve vetusta que lo forma, anciana de siglos y siglos, ha avanzado lentamente hacia el lago, coronada de ligeros capullos y de rocas que han desprendido, a su lento pero majestuoso paso, del flanco de la montaña, y de este modo ha ido creciendo el campo de hielo que cubre los valles, o sirve de cintura cristalina al pico de granito. Pero las aguas del lago hijas de otros hielos anteriores, baten con sus olas los flancos congelados, lo carcomen, lo grietan por su base, desgajan grandes trozos y dan nacimiento al grandioso témpano; así la bulliciosa onda triunfa, y en un instante desaparece la obra del cierzo helado de los siglos, que se disipa a los primeros rayos del sol de enero. La montaña flotante