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He satisfecho una de mis más grandes aspiraciones; es decir, navegar en el lago, y pisar tierra virgen de planta humana; ni salvajes ni civilizados han impreso sus plantas en la fina arena de esta playa, pues no creo que los antiguos patagones fueran navegadores.

Mis compañeros, al pisar tierra, piensan probablemente en el cumplimiento de mi promesa al salir de Pavón: «Navegaréis donde flotan témpanos; hollaréis tierras vírgenes». ¡Qué gran satisfacción experimento!

En este ancón escondido, pero desde el cual se distinguen bien el lago y sus imponentes costas, no sopla el viento y el agua clara está tranquila. Los patos, las avutardas y las gallaretas la rayan con animado buril, mientras el blanco casco del bote se refleja en ellas. La bandera que mis amigos me entregaron al embarcarme en Buenos Aires, sube al mástil; la pequeña que ha flameado constantemente en tierra y en agua, sobre el basalto y sobre el lago, se coloca en la costa sobre un remo y armamos campamento sobre esta virgen tierra argentina, no hollada aún ni por sus mismos dueños.

Luego que ponemos a secar nuestras ropas y las mantas que forman nuestras camas, dejo a cargo de Estrella el desembarque de los víveres que están completamente averiados y salgo con Moyano hacia el norte a visitar el país y buscar objetos. El aspecto del suelo no varía mucho del de la costa del este; las mismas plantas, los mismos pájaros, los mismos médanos.

Caminando hacia el norte, llegamos hasta el nuevo río, frente a la meseta elevada del este; el río parece descender con una pendiente muy grande y veo que es imposible emprender, con la clase de embarcación que llevo, su ascensión a la sirga, pues los rápidos son en doble número que en el