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donde el lago envía al océano, a través de cien leguas de desierto que acabamos de atravesar, la exuberancia de sus aguas. En vano el ventisquero andino se grieta y siembra con sus fragmentos las profundas aguas; estas nunca rebosarán ni cubrirán totalmente las áridas orillas, pues el curso del Santa Cruz las vaciará en el Atlántico, unas veces con lentitud, otras con increíble rapidez, como sucede en estos momentos.

El canal, desde cierta distancia no se distingue, y media milla antes de llegar al lago no se sospecharía su proximidad, por el poco aumento de la velocidad de las aguas que descienden por él, comparándola con la de otros puntos, ya señalados en nuestro trayecto, pero una vez que se llega frente a su principio, los trozos erráticos, al estorbar el tranquilo paso de las aguas, hacen rugir sordamente éstas, refrescando sus pulidos bordes con la blanca espuma que produce el choque y recuerdan involuntariamente al viajero el serio peligro que correría, si dentro del lago, las corrientes arrastraran su embarcación hacia el desagüe.

El río Santa Cruz no nace inmediatamente de la gran cuenca del lago; le precede una pequeña ensenada, con recodos tranquilos, abrigados por médanos y lujosos matorrales, donde los botes que lleguen a ese punto, en momentos de malos tiempos que no permitan pasar por sobre las piedras de la entrada, pueden anclar o sujetarse en la costa, antes de entrar, sin temor alguno. Luego que una embarcación haya entrado en el lago, operación que siempre deberá hacerse con buen tiempo, no encontrará fácilmente reparo: en el paraje donde me encuentro ahora estará siempre expuesto a los vientos del N. O. hasta S. S. O. y creo que inmediato a la boca del río, ningún abrigo ofrecerá buen refugio, pues en lo que alcanzo a distinguir no veo sino una playa desamparada, limitada en un lado por un médano y en otro por la in-