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purinos parecen reflejar en lo alto las ondulaciones del lago, y de vez en cuando, una rajadura entre las estratas, permite ver el azul oscuro del cielo. La esfera que se hunde entre dos picos, cuyas agujas doradas cruzan las nubes, enrojece entre las grandes sombras de los cerros las aguas verde-azuladas del lago, y baña con sus luces la punta donde, sobre un médano cubierto de pasto claro que amarillea ondulando, he elevado la bandera.

Este es un momento que no olvidaré: Moyano, Isidoro y Abelardo han llegado; los dos primeros trayendo la caza sobre el caballo; la tropilla baja gozosa a beber en las aguas del lago, mientras los perros ladran a las olas y a los pequeños palos que ellas arrastran. Los tripulantes, dentro del agua, rodean la ballenera, para sacarla fuera, aprovechando los últimos rayos que destacan la blancura de ella, del azul del lago y de la amarillenta arena vidriada.

El tiempo es de una dulzura inexplicable, en el sitio en que nos encontramos, mientras que a lo lejos los chubascos y el incendio desvastan la región aún misteriosa. Todos estamos impresionados; todo ejerce sobre nosotros una sensación inexplicable de bienestar y gozamos de este espectáculo que por más previsto que nos haya sido, lo encontramos nuevo, pues ninguno de nosotros imaginó la salvaje grandeza del lago, digno de la salvaje aridez del desierto que hemos cruzado. En las provisiones vienen dos botellas de cognac; destapo una de ellas y doy una ración a cada hombre, y todos, sin consultárnoslo, brindamos por la patria, cuyo recuerdo nos ha dado ánimo para llegar hasta aquí.

El pequeño grupo que con la cabeza descubierta, rodea la bandera sobre el árido médano, promete cumplir con su deber y seguir adelante, mientras los escasos recursos lo permitan.

Pasamos el resto de la tarde en festín, regado,