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Las corrientes del lago se unen al llegar al principio del desagüe del río, donde creo que hay algún banco escondido, a juzgar por unos trozos erráticos que se distinguen, elevándose de la superficie, bañados y batidos siempre por las olas y forman un solo hilo sumamente veloz, pero de corto ancho. Aprovechamos ese punto para cruzar al norte, lo que conseguimos, no sin habernos balanceado en grande, al llegar a las corrientes, en las que penetramos, dándoles la proa a causa de su potencia. Nuestra buena suerte nos hace entrar en un gran remanso, que nos lleva hacia el lago en vez de alejarnos de él, tanto que, casi sin necesidad de remos, podemos poner en tierra al Sr. Moyano, que a caballo, debe ir en busca del guanaco muerto, el que, dada nuestra escasez de provisiones, no podemos dejar que sea aprovechado por los cóndores.

Sólo quedamos con el bote, Estrella, los dos marineros y yo, para hacerlo penetrar en el lago, doblando la punta que forma la entrada norte, a la que he bautizado con el nombre de Feilberg.

Después de dos horas de trabajo conseguimos doblar la punta y descansar un momento, bebiendo el agua del lago, y varar el bote en el cascajo fino al pie del médano donde Feilberg elevó la bandera.

El lago está cubierto en parte por el humo del gran incendio de las montañas del sur; las blancas crestas de los Andes muestran, de cuando en cuando, sus nevadas y azules cumbres, sobre el horizonte plomizo; pero es imposible distinguir la gran cordillera en toda su majestad, a causa de las nubes que se han agolpado sobre ella. El cielo se ha convertido en espléndida paleta de la luz artista; los renegridos chubascos que asoman cerca de Castle-Hill contrastan con blancos cúmulus, que se forman y se disipan, cual enormes capullos de nieve, a media altura de las montañas; cirrus pur-