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masiado durante la noche, por el ruido de las olas al estrellarse contra ellas.

En esa noche, grandioso espectáculo ofrecióse a nuestras miradas. La brisa suave y favorable del Norte nos empujaba a rumbo. El cielo despejado de nubes revelaba su inmenso tesoro, como reflejo de las riquezas soñadas de los cuentos árabes, en la vía láctea y en las bellas nebulosas que llevan el nombre del inmortal Magallanes. El océano agi­tado por vientos anteriores, que ya habían calma­do, hacía también ostentación de sus riquezas, que rivalizaban con la belleza del cielo ante la vista extasiada de los que contemplábamos esas mara­villas. Las olas parecían inflamadas y los grandes cetáceos que cruzaban rápidos las aguas del buque o seguían su estela luminosa, bañados en fósforo líquido, se nos presentaban a la imaginación como fantásticos monstruos con melenas de fuego, entre los cuales se deslizaba la goleta, levantando con la proa verdadera lluvia de diamantes.

La palabra es impotente para describir ese es­pléndido fenómeno, que siempre dará abundante alimento a la fantasía insaciable de los poetas, y cuyas causas, aún no hace muchos años, eran esplicadas de maneras estravagantes.

El día 7 a las doce, la observación astronómica mostró que nos encontrábamos en latitud 38° 17. Muchas palomas del Cabo y otros pájaros volaban en torno del buque y mi asistente Tiola, encontra­ba distracción en cazarlos con un alfiler torcido en forma de anzuelo. El buque roló durante esa noche como nunca; y el movimiento y el ruido del agua, al quebrarse en los costados, me mantuvo desvelado.

La responsabilidad de llevar a cabo una empre­sa, quizás superior a mis fuerzas, con pocos ele­mentos, y que según las personas prácticas de a bordo estaban lejos de ser suficientes, contribuía