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jadeando, la cadena de médanos, aguijoneado por la espuela, hasta caer extenuado en un pozo o embudo formado por el remolino de viento entre la arena movediza. El ruido es mucho más sensible, pues parece que detrás del médano choca el agua, ya se oye el ruido del cascajo que rueda a su impulso; trepo la oleada de arena y encuentro al grandioso lago, que ostenta toda su grandeza hacia el oeste. Es un espectáculo impagable y comprendo que no merece siquiera mención lo que hemos trabajado para presenciarlo — todo lo olvido ante él. Las aguas azules-verdosas, penacheadas por las corrientes, vienen ondulando a desparramarse sobre estas playas. Moviéndose a la distancia vese un cristalino témpano que balancea, fantástico, su blanco castillo, en las profundas aguas del centro que minan su base, mientras que el sol radiante, derrite manchones de nieve nueva sobre la elevada cumbre de «Castle Hill», inmensa fortaleza geológica destruída por el tiempo.

Un día más de trabajo y veremos flotando nuestro bote en las aguas de este mar interior, dulce, claro y profundo, alimentado por los derrites de los grandes ventisqueros.

Es deber mío ir a denunciar a los compañeros la buena nueva, y arrancándome a la contemplación que me absorbe, desde el médano árido, ante el espléndido panorama que se desarrolla frente a mí, me alejo, no sin haber penetrado en el agua a caballo, mojándome todo lo posible; pueril satisfacción de un deseo largo tiempo arraigado.

Siguiendo la costa medanosa encuentro la naciente del Santa Cruz, en la que, por un ancho canal, descarga el lago sus siempre aumentadas aguas, por entre grandes trozos erráticos, sobre los cuales las corrientes se estrellan con ruido atronador, pero que sin embargo, halaga mi oído.

En la entrada del lago he encontrado, elevado sobre un médano, un remo que conserva en su ex-