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por el aspecto de las montañas. A ambos lados el triste valle está limitado por mesetas escalonadas que se elevan hasta cerca de mil metros, pero a cierta distancia, al N. O. se distingue un claro al pie del descenso de una colina, lo que me hace presumir la presencia, allí de un río. Más al oeste, las montañas vuelven a aparecer, más rugosas, hasta Castle Hill, y en el fondo, anteponiéndose a la cordillera, limitan el horizonte grandes macisos de cerros menos elevados que ella; al S. O. hay mesetas semejantes a las del norte y en el centro, un gran bajo, envuelto en el humo de los incendios, denuncia el lago.

Me parece que este es el punto donde Fitz-Roy, en su última excursión a pie, hizo su observación de altura, y llamó a la comarca que en la estación de nieblas se desarrollaba, desconocida frente a él y la cual no podía desvelar, «Llanura del Misterio».

Mirando hacia el oeste, sobre el montón de rocas, me imagino que tristes reflexiones harían y con qué disgusto retrocederían los infatigables exploradores de 1834, al verse obligados por la necesidad a suspender la marcha adelante; me impresiona el pensar a qué corta distancia del lago almorzaron Fitz-Roy y Darwin, seguramente bien tristes, tratando de indagar con la mirada los nebulosos horizontes del oeste antes de volver hacia atrás.

Estos recuerdes y presunciones atenúan bastante mi contento al encontrarme en el último paradero de mis predecesores ingleses y con mayores elementos que ellos, para seguir adelante.

De este punto continúo recto al oeste; el camino mejora aunque el terreno es en extremo pedregoso y los trozos erráticos innumerables, habiendo alguno de extraordinario tamaño.

Las colinas glaciales que forman el valle del Santa Cruz y algunos mamelones terciarios que en