tiempo de pensar en allanarlas. El buque había demorado más de lo necesario en el puerto, y le urgía a su capitán hacerse a la mar.
A las doce de ese día levó andas la «Santa Cruz».
Pocas veces el Plata estuvo más sereno; la calma era casi completa, y ésta, que hace la delicia de los pasajeros de un vapor, desespera y fastidia en un buque de vela, sobre todo a la salida de puerto. El viento escaso apenas movía las velas y recién a la noche fondeamos frente a Quilmes.
El buque, de solo cien toneladas, ofrecía pocas comodidades, pero en cambio llevaba buenos compañeros de viaje, el señor Juan Richmond y él capitán Luis Piedrabuena, quien, a cada momento, me suministraba curiosos datos sobre las tierras australes, que él había adquirido en su vida azarosa de marino.
Algún día se escribirá la biografía de este bravo y modesto compatriota. Su nombre se halla estampado en las relaciones de viaje que de 20 años a esta parte se han publicado, tratando de las costas patagónicas.
Malos vientos y otros contratiempos nos detuvieron a la salida del río de la Plata y recién el día 6 de noviembre pasamos Punta Médanos.
Marchábamos con lentitud y el buque, poco caminador por su pesada construcción, era escoltado de cuando en cuando por multitud de juguetonas Pontoporias y lobos marinos.
En la tarde divisamos, entre la monótona línea que forman los médanos, el pueblo de la Lobería, y luego, el elevado Cabo Corrientes.
La marejada era allí grande y una línea blanca de espuma nos señaló las rocas, que desde Punta Mogotes, se adelantan por cinco millas en el mar y que son reveladas al marino, que se acerca de-