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yos despojos trataron sus deudos de preservar de esa manera.

Febrero 4.—Apenas aclara, Isidoro, que ha pasado casi toda la noche en vela a causa de haberse alejado la caballada alborotada por algún puma, y que se halla impaciente por salir de este sitio, nos despierta con un buen jarro de café bien fuerte, según lo he dispuesto anoche. Vamos a atacar el mal paso; energía no nos falta, pero juzgo conveniente cierta excitación artificial para llevar adelante la marcha, donde el terreno nos ofrece tantos obstáculos. La principiamos, pero por más tentativas que hacemos, es imposible vencer el remolino; avanzamos hasta él, pero la corriente poderosa nos arranca la cuerda de las manos y hace girar el bote, alejándolo aguas abajo y exponiéndolo a zozobrar contra las piedras.

Tres ataques seguidos y enérgicos no nos ayudan y resolvemos emprender la tarea del remolque por el sur, que es bien ruda y la más penosa que hemos efectuado hasta hoy. La anchura del río es grande, pues la inundación va ganando terreno y no es posible ir por ladrilla, porque los arbustos son numerosísimos y los rápidos que la corriente forma sobre ellos son casi invencibles; la velocidad es tal que el agua ondula en los canales formados en los desplayados, y los matorrales cubiertos sólo están denunciados por los penachos del agua que choca contra ellos. Todos nos lanzamos al agua y no ya tirando sino arrastrando el bote, unas veces tendiéndonos, otras enredándonos en las matas sumergidas, avanzamos así hasta que por entre ese intrincado archipiélago de islas, piedras y arbustos sueltos, podemos llegar con grandes precauciones al cauce del río, y haciendo esfuerzos para no dejarnos arrastrar demasiado por la corriente, arribamos a la orilla norte, donde Isidoro nos espera con la caballada. El sitio en que varamos solo queda a cien metros del torbellino y para salvar ese