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ta norte, al principiar una vuelta del río, que cruza transversalmente el valle y donde hay un pequeño bañado bajo, que se interna en una quebrada que cae de los cerros y que presenta un aspecto pintoresco por la abundancia de arbustos. Se nota cierto cambio en la orografía de la región, y divisamos al oeste tablas negras que nos anuncian el basalto; en la costa hemos visto fragmentos redondeados de esta roca, muy celulares, que semejan negras esponjas petrificadas. En el bañado cazamos algunos zamaragullones y un ardea que, con el cuello encogido, esperaba la noche para hacernos oír su lúgubre grito.

Enero 25.—Corriendo el río por la falda de la meseta casi vertical, el principio del trabajo es sumamente engorroso, pues cuando no tenemos ese obstáculo, los bañados de la orilla opuesta se han vuelto intransitables con la creciente; esta va en aumento y en ciertos sitios bate con tal fuerza la costa a pique, que se desploman grandes fragmentos de roca, que pueden aplastar nuestro bote, el que arrastramos con energía y paciencia.

Salvado el primer mal paso, monto a caballo y subo a la meseta. Alcanzo a cruzar tres mesetas elevadas, la última es de cerca de 1.200 pies y, sobre ésta, encuentro un manantial situado en una hondonada agreste pero triste, y al cual rodean más de cincuenta guanacos, que se revuelcan en el barro salitroso, para refrescarse del calor insoportable del día. Es el fragmento de territorio más triste que he cruzado. Reina una aridez espantosa; la sequedad se opone al desarrollo de la vida orgánica, y asombra que el guanaco recorra esta tierra muerta; la lluvia pocas veces humedece esta planicie, y si llega con ella a desarrollarse la vegetación, pronto la crudeza del tiempo la abate.

Sólo he visto escasas matas de calafates, pero en cambio, en la última meseta, la mata negra