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món, los marineros no pierden ánimo, están listos a los remos, hacen fuerza, y un momento después, luego que puedo arrastrarme hasta el borde del precipicio, veo al blanco bote que cruza ondulando, descendiendo veloz al este, y que trata de tomar la orilla opuesta. Toca la costa a quinientos metros más abajo y distingo a la gente que no se acobarda y que principia el trabajo del frustrado ascenso. Esta gran vuelta que Fitz-Roy llama Swamp Bend (vuelta del pantano), es difícil dejarla atrás, sobre todo con la actual inundación.

El cansancio es tan grande que luego que veo a los marineros adelantar en frente, aunque con lentitud, bajo por la muralla para tomar agua, pues la sed es espantosa y el calor sofocante.

Caigo deshecho sobre un médano que han calentado los rayos solares, y mojado como estoy y fatigado hasta no poder más, quedo rendido y dormido al sol. Quizás lo hubiera sido para siempre, a no haberme despertado tres horas después Abelardo, quien me buscaba, a caballo, temiendo que a pie, y en esta soledad, sin armas, hubiera sido atacado por los pumas, pues dos de estos animales se han visto en los alrededores.

No sé lo que pasó por mí durante ese transcurso; sólo recuerdo que mi sangre afluía con fuerza al cerebro y hasta me era difícil articular palabras, y fué necesario que el grumete me trajera agua para mojarme la cabeza. El bote había cruzado a este lado y había pasado la muralla, feliz nueva, después de mi siesta forzada.

Pero no hemos concluído por hoy; volvemos a remolcar el bote por la costa baja, pero esta se hace más pantanosa. Las aguas llegan con tal fuerza, que hay que volver a largar la sirga y quedando Francisco Gómez en el norte, todos los demás cruzan obligatoriamente al sur. La corriente es muy grande, tanto que impide el manejo del bote, el cual no puede presentar sus bandas porque se tum-