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Cactus ocultos, las espinas de los arbustos y las cuevas <de Ctenomys, llenas de agua, nos son bien conocidas ya por desgracia nuestra y comprendemos la imposibilidad de cruzar a ese costado.

No hay más remedio que salvar la meseta, y a ello vamos. La pendiente del río es visible al ojo, y la fuerza de su descenso, aunque grande, no acobarda. La inclinación de la cuesta y el suelo suelto, producido por el desmoronamiento de la cumbre que forma la meseta, no nos permiten emplear los caballos, pero tratamos de salvar el mal paso poniéndonos, los dos marineros y yo, a hacer ese trabajo. Lo conseguimos, no haciendo caso de las espinas que nos arrancan grandes fragmentos de las ropas, y no pocas gotas de sangre; hay que hacer pie y tirar la cuerda, sin preocuparse de que basta una sola pisada falsa, para desplomarnos hasta el agua, de una altura que varía entre 30 y 50 pies. Pasada la meseta, la costa es más tendida y los matorrales van decreciendo en número. No se divisan tropiezos en la parte que se distingue del río, y juzgando innecesaria mi presencia allí, salgo a caballo, a visitar los alrededores.

Subiendo hacia el N. N. O., la meseta empinada, pedregosa, diviso nuevamente el gran bajo que he mencionado, situado en frente de Pavón, y que se dirige hacia el oeste. Entre ese bajo y el río, se eleva una isleta separada, compuesta de tres mesetas de las más inferiores en altura (300 pies) y que la expedición de Fitz-Roy nombró «Cerro Guanaco».

Un panorama tristísimo se extiende desde esta cumbre; los cerros denudados, áridos, pálidos, no se destacan bien contorneados en esa monotonía continua, que resulta de la disposición igual que ha producido la erosión del tiempo; sólo, en la parda planicie baja, se ven algunas lagunas; tres de ellas son de regular tamaño y dan al paisaje cierta