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los parajes más abundantes de leña, nos suministra la suficiente para hacer grandes fogatas con que anunciar a los habitantes de la isla el punto a que hemos alcanzado en nuestro primer día de exploración.

Isidoro ha corrido, mientras trabajamos con el bote, una tropilla de guanacos, y trae uno pequeño para la cena, el que es asado y comido alegremente por todos los expedicionarios. Apenas oscurece, cada uno tiende su quillango, y se entrega al reposo, bien ganado, de estas primeras fatigas de la expedición.

Por mi parte he hecho un hallazgo feliz en el pequeño claro donde he arreglado mi cama. Consiste en dos hermosas puntas de flechas; una de ellas, de obsidiana renegrida, tallada a grandes golpes, me ha sido revelada por su hermoso brillo; otra más pequeña, de distinta forma, trabajada exquisitamente, en sílice translúcido, con sus aristas admirablemente definidas, la he exhumado al alisar el suelo arenoso donde mi espalda debe encontrar comodidad. Un tercer objeto, consistente en un cuchillo pequeño de obsidiana, tallado de un solo golpe en una de sus faces y de tres en la otra y que es el instrumento que aún a veces emplean los indios para sangrarse por las venas del brazo, cuando no han tenido buen éxito en los tiros de bola, completa mi felicidad, que poco ambiciona este día. ¿Qué mayor éxito puede desear un viajero antropólogo, en estas regiones que dormir en el mismo sitio en que quizás lo hizo el primitivo patagón, en sus incansables correrías, cuando tenía por única habitación el resguardo de las matas y cuando buscaba con esas humildes armas su alimento o confiaba a ellas su defensa?

Todos descansamos perfectamente esta noche, a excepción de Patricio, quien ha hallado en la costa del río, una avutarda destrozada por un zorro, y