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na. Yo sigo a pie por tierra y por agua, dirigiendo la sirga, y juntando al mismo tiempo objetos para las colecciones.

Nuestra inexperiencia nos ocasiona, al principio, grandes embarazos. El caballo y el caballero, ambos poco prácticos en la sirga, trastornan a cada momento la marcha; la inteligencia del primero le hace conocer el poco valor del segundo, y a la menor dificultad con que tropieza, se resiste a ir adelante, seguro de que quien le guía, no pondrá gran empeño en la prosecución del viaje. El temeroso «Patricio» (es el apodo que le hemos dado al brasilero Pedro, y así lo llamaré en la relación de este viaje), desde el momento que se sienta en el recado, comprende lo penoso de la tarea que le he encomendado, y aunque no hay más recurso que obedecer, lo hace de bastante mala gana. Confieso, que, para su primera prueba, esperaba de él algo peor, teniendo en cuenta sus antecedentes y conociendo los desvelos continuos que le ha producido la sola idea de ver los Andes, y sobre todo, vivir con los salvajes.

En un momento en que pensando en los rigores de su suerte no se fijó en un rápido producido por una enorme mata de incienso, que está va casi cubierta por la inundación, cae con el caballo dentro del río, recibiendo así, involuntariamente, el bautismo del Santa Cruz, al cual tanto teme. Este cómico suceso, aunque retarda unos momentos la marcha, contribuye eficazmente a que Patricio juzgue prudente abandonar esos tristes pensamientos que le sugieren la desidia con que cumple su trabajo, tome aliento, obligado por la necesidad, y continúe mejorando su servicio.

La marcha, ya más enérgica, nos aleja pronto de la isla; el bote, remolcado por una briosa yegua, rompe, aunque con trabajo, la corriente, que lleva una velocidad de seis millas.