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ración llevados a cabo en las costas argentinas por el «Beagle», dió a conocer la importancia de este gran curso de agua, aunque tuvo que retroceder a los veintiún días de penosísimo trabajo, sin haberlo podido reconocer en toda su extensión. Fitz-Roy llevó en esa excursión tres botes ligeros, tripulados por diez y ocho marineros, además de un cuerpo de oficiales, y sin embargo, los obstáculos fueron tantos, que hubiera sido temerario continuar, entonces, dicha exploración. Si bien no pudo obtener el éxito deseado, cábele a esa expedición la gloria de haber señalado el camino a otros, y los nombres del almirante inglés y de Carlos Darwin, son protestas suficientes contra los que pretendan tachar de poco feliz el relativamente importantísimo resultado de aquella primera ascensión del Santa Cruz.

En estos últimos años, dos expediciones chilenas han tratado de seguir el imperecedero surco de las embarcaciones inglesas, pero ninguna de ellas ha podido adelantar nada a lo que nos han dejado los exploradores de 1834. La más importante, compuesta de una lancha a vapor y de dos embarcaciones livianas de remos, sirgadas por caballos, regresó a la bahía, después de diez días de viaje, habiendo recorrido sólo una pequeña parte del curso del río.

Unicamente la expedición que en 1873 envió el comandante Lawrence de la goleta nacional «Chubut» y que dirigía el subteniente Valentín Feilberg, compuesta de cinco hombres, llegó, con un bote ballenero, hasta el punto donde un gran lago lanza las aguas en el Santa Cruz, pero no pudo navegar en él por los malos tiempos que reinaron durante su exploración. No obstante, Feilberg pudo pasar más adelante del paraje desde el cual regresó Fitz-Roy.

La expedición que a mi turno dirijo y que va a